Arte y territorio. Inestabilidades y límites simbólicos.
La “comunidad de individuos” nunca ha existido, sin embargo podría decirse que su inexistencia nunca había sido tan intensa como en la actualidad.
Sergio Rojas
No ha sido fácil determinar con exactitud el paisaje que la globalización y los mercados han instalado en la experiencia del mundo. Pocas veces hemos asistido a la instauración de una doctrina publicitaria tan arrolladora la de la idea de “cultura global”. Tal vez desde los tiempos de la exaltación del “progreso” como objetivo final y santificador del movimiento de los seres humanos que no veíamos en nuestra cotidianeidad un armazón tan poderoso como el que ahora intenta presentarnos como ciudadanos del mundo, cosmopolitas partícipes de un proceso de nivel planetario, interconectados, cómplices, multinacionales. Hoy nos enfrentamos directamente con ese slogan que, además de arrogante, es completamente imaginario.
El sujeto no se ubica en el mundo desde el papel de constructor de una cultura global. Lejos de eso, el paso de la maquinaria globalizante ha obligado al repliegue y, como indica Sergio Rojas, nos ha vuelto individuos consumidores de las imágenes de la realidad. Nos inclinamos —equívocos— ante la conquista de un nuevo territorio sin límites, el mundo completo, pasando por alto el hecho de que el único espacio desde el cual se nos permite ejercer algo de nuestro potencial político es el territorio demarcado y cercado de nuestra individualidad: recorriendo tal sitio de Internet, informándonos de una noticia al otro lado del mundo o entendiendo como propio el sentido del humor de una serie norteamericana. Quizás lo único verdaderamente globalizado sea la condición permanente de extranjería.
Las consideraciones territoriales se vuelven vacías, entonces, si no consideran una idea común de cultura, que no es lo mismo que pensar en una cultura común. En cuanto existe comunión en la construcción simbólica de determinado grupo de sujetos, es posible abrir una puerta a la posibilidad de habitar territorios.
Durante los próximos minutos intentaré establecer un espacio para nuestro territorio, distanciado ya de la mera representación; me refiero a la elaboración política de símbolos, gestualidad utópica, pequeños y no tan pequeños intersticios de acción.
I El territorio flexible.
Pensar en territorio es, en primer lugar y gracias la herencia del sistema educativo, pensar en límites geográficos y políticos. Así, a modo de ejemplo, sabemos que la Cordillera de los Andes es el límite geográfico natural que separa el territorio chileno del argentino; que por un asunto histórico/abusivo el mapa político de África está casi perfectamente cuadriculado, y que por razones similares Bolivia no tiene hoy salida soberana al mar.
¿Qué lugar tiene el ser humano y los grupos sociales en estas definiciones espaciales? Ninguna, podríamos responder sin pensarlo por demasiado tiempo. El territorio político como propiedad única de una nación, poseedora por tanto de una cultura común, queda en entredicho, suspendida en acuerdos de gran solemnidad histórica. Cabe entonces preguntarse qué papel juegan estos elementos heredados y estables en la conformación de de la identidad común de un grupo determinados de personas.
El año 2002 el artista belga radicado en México Fracis Alys realiza una intervención colectiva en las afueras de Lima, Perú, en el contexto de la III Bienal de Arte de dicha ciudad. La primera etapa de la acción consiste en reunir a 500 voluntarios en la ladera de una duna de 500 metros de diámetro para luego, en un etapa siguiente, mover a fuerza de pala la duna completa, llevando cada participante porciones de tierra hasta la otra ladera. El resultado fue conseguir una variación de unos pocos centímetros de la ubicación de la forma geológica.
“Cuando la fe mueve montañas”. Una nominación que desacraliza el asunto de la fe, siempre tan trans-histórica, tan sin espacio ni tiempo preciso. Se asegura Alys de quitar el absoluto —la fe no mueve montañas siempre ni por sí misma— y construye un contexto espacio-temporal preciso para la utopía: sienta las condiciones particulares para la acción de la fe que, en este caso, depende completamente del trabajo conjunto de un grupo de seres humanos organizados a gran escala para lograr un resultado físico imperceptible. La voluntad humana, la combinación de esfuerzos apuntan aquí a un rendimiento que es totalmente simbólico.
Me interesa proponer la idea de un territorio flexible, sujeto a los movimientos de la vida, sean estos efectuados a voluntad o no. Del lado de éstos últimos, nos encontramos con uno de los trabajos del artista español Santiago Sierra. Se trata de “Línea de 250 cms. tatuada sobre 6 personas remuneradas”, realizada el año 1999 en La Habana, Cuba, para la cual Sierra paga $30 a seis jóvenes voluntarios desempleados, en cuyas espaldas tatúa una línea continua.
La estética remunerada instalada utiliza como procedimiento los parámetros del mercado para la realización del mencionado rendimiento simbólico, ofreciendo a cada participante un mejor pago que el que éste recibe en su vida laboral común, como lo ha aclarado el mismo artista. El recurso alcanza el primer nivel de significado de la obra, dejando en una segunda instancia la real delimitación geopolítica (y biopolítica) que esta acción representa: esa línea sobre seis personas, ciudadanos de La Habana, dibujada tal y como se han dibujado las líneas limítrofes de los países y estados, tiene la propiedad de la incertidumbre. Para esas personas el futuro es especialmente impredecible: tal vez alguno consiguió un trabajos en los meses siguiente; tal vez otros emprendieron el camino fuera de la isla y en esa empresa, tal vez murieron; o tal vez tuvieron mejor suerte, y llegaron a un país extraño y cruel, en donde fueron sometidos al trabajo explotador con el que se suele emplear a los inmigrantes sin dinero. Cada uno está ahora a su suerte, y la línea continua tenía un solo instante de existencia: aquí el territorio, el de características humanas, se ha roto por completo. La línea que dibuja el límite de la patria se ha quebrado para siempre.
II Santiago capital.
Si tuviéramos que fijar un territorio del que la disputa sea la característica por excelencia, no tardaríamos en pensar en la ciudad. La organización urbana es tantas cosas a la vez que resulta difícil aprehenderla desde una sola mirada. El espacio público se transparenta con el privado, los movimientos son rutinarios y a veces violentos: el hogar y la batalla a la vuelta de cada esquina.
A comienzos de este año la revista norteamericana The New York Times escogió a Santiago de Chile como uno de los destinos más interesantes para visitar este 2011. Como fundamento de esta elección se señala que “durante los últimos años la ciudad ha añadido museos modernos, con hoteles elegantes y restaurantes sofisticados. La ciudad de Santiago se ha convertido decididamente en una más vibrante"[1]
No es necesario aclarar que esas descripciones de catálogo de viaje nada tienen que ver con los elementos que vuelven interesante una ciudad. Menos una como Santiago. La principal ciudad de Chile dedica todos sus esfuerzos mediáticos por armar diariamente un juego de apariencias que, a juzgar por el artículo de New York Time, le resulta bastante bien. Sin embargo, Santiago es otra cosa. El desarrollo urbano ha dejado espacios vacíos inhabitables, a medio camino entre la ciudad y el abandono, y una enorme masa humana viviendo con un bienestar frágil a crédito.
En el año 2008, la artista mexicana-ecuatoriana Ana Laura Galarza, por entonces radicada en Chile, comenzó a desarrollar un proyecto de corte experimental bajo el nombre de “Colonización simbólica: cultivos de subsistencia”. Consiste en una investigación de técnicas para el cultivo de alimentos en espacios residuales producidos por el desgaste de la urbanización. Así, sembró distintas semillas, frutos y vegetales, en lugares como hoyos de la calle, grietas de las veredas, descalces de la construcción. Utiliza también recipientes desechables como envases de huevo y cajas de anticonceptivos para el mismo fin. En un pequeño gesto levanta un código, real y absurdo a la vez, donde toca temas tanto formales —los desplazamientos, el pliegue, el intersticio— como políticos: lo industrial, lo urbano, lo utópico, la subsistencia. Como dato anecdótico aparte, en vista de los dramáticos efectos de desabastecimiento que el boicot estaba provocando en Chile el entonces Presidente de la República, Salvador Allende, se dirigió al país recomendando el cultivo personal de alimentos en cada hogar chileno.
Lo límites entre lo público y lo privado son tan relativos y difusos como los límites del arte. La avalancha de los Reality Show ha obligado a revisar las categorías del espectáculo y la realidad. Si bien en ellos se muestra en tiempo real el comportamiento de un grupo de seres humanos viviendo en comunidad, nada nos parece más alejado de lo real que esa trama de envidias, pequeñeces y exhibicionismo. Me atrevo a aventurar una razón para esa lejanía: nada de lo que ahí sucede tiene que ver con uno.
Algo similar puede observarse en la realización de cierto tipo de estrategias artísticas. Lejos de conformar espacios cercanos, las obras muchas veces nos parecen el fruto de un guión premeditado y acabado. La distancia entonces entre el espectador y el objeto es enorme e insalvable.
En el año 2009 realicé un trabajo llamado “Señales de humo (se cuenta el milagro pero no el santo)” que tenía dos objetivos primordiales. El primero era experimentar con la reducción de dicha distancia, desplazando al espectador desde su lugar tradicional a uno mucho más cercano al origen mismo de la obra. El segundo objetivo era tensionar lo más posible el espacio público y el espacio privado. Para ello se abrió un sitio web en donde las personas podían contar de manera anónima y libremente un secreto. Los únicos requisitos eran que el secreto fuera propio y que la redacción de este no superara los 60 caracteres. Al cabo de algunos días, el mismo sitio informó sobre un día y una hora, el Viernes 3 de Julio a las 9 de la noche, y una coordenada en un sector céntrico de la ciudad –Eliodoro Yañez esquina Providencia, una de las avenidas más importantes y transitadas de Santiago –. Ahí, se prometió, todos podrían conocer los secretos recolectados. En dicho lugar se colgó un cartel electrónico en el que durante dos horas pasaron una a una las intimidades compartidas, la gran mayoría de carácter amoroso o sexual. Considerando la tensión buscada entre lo público y lo privado, el lugar escogido no es aleatorio y corresponde al balcón del departamento en el que yo vivía, es decir, exactamente mi límite personal público/privado.
III Exclusión
La idea de generar instancias y apropiaciones del espacio público para posibilitar la reunión de personas, presente en el trabajo mencionado, se relaciona en ese caso con la idea un arte participativo. Si bien esa denominación es discutible, es posible identificar dentro de las obras construidas materialmente con personas, algunas cuyo sentido de participación es inclusivo. En esta última parte quisiera referirme a demarcaciones de territorio que actúan con la estrategia contraria, la de la exclusión, como develamiento de prácticas sociales ya presentes.
En diciembre del año 2009 en el contexto de la exposición colectiva “El Graduado”, en el Centro Cultural Matucana 100 (quizás uno de los centros culturales más visitados de Santiago de Chile), el artista colombiano Nicolás Cadavid presentó (u ocultó) su obra “Los artistas la tienen grande”. El trabajo consistió en la colocación de pequeños espejos sobre cada urinario del baño destinado al público masculino que, por su ubicación y ángulo, reflejaban únicamente el órgano sexual de quien estuviera utilizándolos.
Llama la atención, en primer lugar, el sistema construido, en que el espectador inesperadamente es atrapado, sin consulta previa. En un segundo nivel, la intervención del espacio de exhibición y el cambio de sentido que posibilita el reflejo del espejo, genera una duplicidad al convertir al espectador en exhibido, en un ejercicio opuesto a la relación de la “fase del espejo” lacaniana: recrea el momento de la parte exclusivamente, quitándola del contexto en el cual conforma un todo. Pero estas constataciones iniciales dan paso a una mayor, que tiene que ver con la sectorización que la obra consiguió pues, en una simbolización completa de los círculos de poder —del centro instaurado, podría decirse—, la obra pasó inadvertida para gran parte de la concurrencia; el nombre del artista y de su obra estaban en el catálogo de la exposición, pero no era posible encontrarla en la sala. Para los único que no pasó inadvertida fue para los hombres que fueron al baño.
El territorio esbozado se convierte en privilegio de algunos, si bien la adjetivación de privilegio podría ser en este caso discutible. Las acciones artísticas, en este sentido, no sólo se despliegan en dirección de lo utópico o la creación de espacios ideales, sino que también actúan como resonancia de las disfunciones sociales, poniendo el foco en aquello que, cínicamente, hemos ignorado.
Como segundo y último ejemplo de estas prácticas, quisiera mencionar brevemente otra obra de Santiago Sierra, esta vez realizada en el mismo lugar que el trabajo de Cadavid: el Centro Cultural Matucana 100, de Santiago de Chile. “Los Adultos” consiste en la instalación de un sistema sonoro utilizado en algunos centros comerciales ingleses para evitar el ingreso de adolescentes. Se trata de un molesto sonido ultrasónico llamado “Mosquito”, audible sólo para menores de 25 años, aunque perceptible para algunos mayores de 30. Sierra instaló una copia del sonido “Mosquito” al interior de la sala y al exterior de esta.
IV Cierre
La posibilidad de administración de nuevos territorios en el campo de lo simbólico ha empujado al arte fuera de sus espacios tradicionales. De la misma forma, nos encontramos ante una nueva ruta de prácticas artísticas que tienen como objetivo una re-medición de las cosas. No ha sido fácil la comprensión del mundo globalizado ni de los límites de estos nuevos territorios. Los contextos cambiantes exigen una movilidad de las relaciones y, por lo tanto, de nuestra capacidad simbólica. Es bajo esta idea que el arte se convierte en un agente para la recalificación de los terrenos humanamente inabarcables, como el mundo globalizado: los improbables, los imaginarios, los absurdos y utópicos. La elaboración simbólica del dolor[2] en cualquiera de sus planos, se convierte gradualmente en nuestra tarea, como artistas, como sujetos, de manera que las nuevas concepciones territoriales de las que intentamos participar no pasen por alto, por muy obvia que esta sea, la escala inicial de los cuerpos vivos.
[1] Diario El Mercurio, edición online. http://www.emol.com/noticias/internacional/detalle/detallenoticias.asp?idnoticia=457229, consultado el 5, de marzo de 2011.
[2] Rojas, Sergio. “Cuerpo y Globalización. Escalas de percepción”.
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